jueves, 1 de mayo de 2014

Otra de Perón

Estaba leyendo en el suplemento Ñ de Clarín una nota sobre la revista Babel. Hablaba Caparrós, entre otros. En la nota se reeditaba el encono de los editores de la revista contra Soriano y Sacomano. Y recordé una anécdota que conectó con el San Nicolás de los 90.
Había un grupo de personas interesadas por cosas del arte y de las ciencias sociales que quiso generar una Universidad Abierta al estilo de una que existía en Rafaela. Fue una experiencia muy interesante para mí que regresaba de una estadía voluntaria en Buenos Aires, donde había tomado  clases de oyente en las cátedras de literatura de la UBA. Lo tuve de profesor a David Viñas y a Margara Averbach. Estaba muy ilusionado con ese campo y escuchar en vivo esos discos siempre colabora. Ya en San Nicolás, de vuelta, me topé con estas personas que para iniciar su proyecto trajeron a Horacio González y a Martín Caparrós. Horacio González disertó en el Centro Vasco y recuerdo que habló mal de Martín García, (al que identificó como nicoleño), por sus ideas del “hacer” en comunicación. A Martín Caparrós lo llevaron al bar El Roque, que era un templo de la poesía bohemia local, con sabiondos y suicidas, donde paraban, entre otros el poeta Astul Urquiaga. El bar El Roque estaba en la esquina de Sarmiento y Nación. Era un típico bar de borrachines. De personas que muy bien pueden convertirse en personajes si no fuera porque su charla es repetitiva y acuciante. Pero de repente, entre los bebedores sin sentido, se mezclaron otros que escribían poesía. Eran personas que vivían por ahí cerca y se iban a hacer el vermucito o la picada a ese bar y allí meditaban en voz alta sobre el río, el horizonte y todo lo que se vislumbraba desde la barranca. Algunos, como Astul se habían adentrado a la isla y desde allí declamaban. El bar tenía esa resonancia. Era la ilusión de que San Nicolás era una ciudad de poetas. Nosotros íbamos ahí a tomar algo antes de entrar al boliche. Algunos se burlaban de los habitués. Otros nos esmerábamos en encontrarle cierta magia, que solo después apareció con la distancia. No sabíamos en aquel entonces que esa magia solo podía nacer del relato.
Ahí lo llevaron a Caparrós. No al Colegio de Abogados ni a la Asociación Cultural Rumbo. Pensaban quizá que Caparrós era un bohemio o que sus palabras heterodoxas  (recuerdo que hablo mal del Boom y del realismo mágico) tendría allí la escenografía adecuada. Pero, por esas cosas que tienen los intelectuales progresistas los organizadores pidieron al dueño del bar que mientras durara la charla sacara a los borrachines, es decir a los inquilinos habituales del lugar, ya que podrían interrumpir al ilustre invitado con sus ocurrencias. A Caparrós lo sentaron en una de las mesas diminutas, en la mitad del salón, mirando a la vidriera. Todo el resto nos sentamos en semicírculos frente a él y de espaldas a la calle. Debe haber sido verano, o el pudor del dueño tuvo un límite ya que no dio para cerrar las puertas. El pacto estaba claro entre dueño y clientes: mientras durara la charla nadie entraba a pedir un vino. Casi todos los habitués se resignaron y eligieron otro bar para pasar el rato. Menos uno. Uno que se quedó mirando y escuchando y tratando de interpretar que significaba esa puesta en escena. A los intelectuales locales los conocía. No eran los habitués del bar. Ellos iban a otros reductos, donde la luz no era de tubo y el Gancia se servía con limón. La cuestión es que el borrachín desalojado se quedó apoyado en la pared del lado de afuera, con media cabeza adentro, tolerando el desplante, las palabras incomprensibles y la sed. En un momento de la charla Caparrós mencionó a Perón. Y como si el borrachín hubiera estado esperando que se infringiera ese límite de tolerancia advirtió hacia adentro: ¡Con Perón, no!
Casi nadie se dio cuenta. En  mi la frase quedó grabada como un chispazo de vida.
Años después Pablo Makovsky le contó la anécdota a Caparrós pero no se acordaba.