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martes, 13 de mayo de 2014

El inolvidable señor Brascó.


El domingo me llegó un mensaje de mi amigo Guillermo González, el mejor fotógrafo que conozco (lástima que no ejerce) sobre la muerte de Miguel Brascó. Ese mensaje fue revelador porque pude recordar un dato que desde hacía mucho tiempo se me había olvidado y era cómo había llegado a San Nicolás Gustavo Choren a escribir para la revista El Conocedor y para su blog acerca de la historia del Vino nicoleño. Recordé que me dijo Gustavo en aquel 2010: “Brascó me habló del tema”.
Por ese camino regresé a mis encuentros con Brascó con el que tuve varios contactos, casi todos felices. Casi lo conozco cuando estuvo por venir por primera vez a San Nicolás invitado por Luis Nuñez y Gabriel Martínez cuando eran los dueños de la vinoteca Dionisio. Luis y Gabriel son dos personas con un olfato muy fino para el vino y sus entornos y fueron los primeros que en la ciudad conectaron con todo el mundillo que se mueve alrededor del querer saber sobre esa “nueva” cosa que parece ser nuestro centenario vino argentino. Por aquel entonces Fernando Vidal Buzzi y Miguel Brascó eran los tops mediáticos del tema. Pero Brascó se había adaptado mejor para animar las degustaciones y había sacado hacía poco el Anuario que generosamente compartió con Fabricio Portelli, donde por primera vez catalogaba los vinos sin la intervención amigable de las bodegas. Según él, un gusto que quiso darse en vida. La Guía generó un pequeño escandalete nacional porque punteaba mejor a algunos vinos comunes que a los más caros y marketineros, basado en el principio de la relación precio calidad que hasta el día de hoy sigue siendo un buen parámetro al momento de la compra. Luis y Gabriel me regalaron la Guía y me invitaron a la cena donde disertaría Brascó, algo que yo aprecie mucho porque ambas cosas eran muy caras. Me invitaron porque hacía unos años yo había editado el libro El VinoNicoleño, que había sido recibido con cierto éxito y eso me había transformado en una especie de comodín de toda reunión vitivinícola.
La noche de la cena se levantó una devastadora tormenta y Brascó nunca llegó. Así que los asistentes nos quedamos con las ganas de vivir el primer aterrizaje del ídolo en nuestra pequeña ciudad. Al otro día Brascó se comunicó con Luis y Gabriel para disculparse por el faltazo. Les dijo que había tenido miedo a la tormenta y que, llegando a Zárate le pidió al remisero que lo traía que pegara la vuelta a Capital, pero que iba a publicar una nota en el diario excusándose por lo sucedido y que estaba a disposición para ir en el día que lo dispusieran al evento que lo invitaran. Y cumplió. Salió la disculpa en El Norte y llegó a San Nicolás a las pocas semanas. El encuentro fue en la vinoteca Dionisio. Allí Brascó se entregó amablemente a todas las preguntas, se sacó fotos, firmó libros, dibujó y por supuesto habló de vinos. Bah, no sobre vinos, sino sobre todas las cosas que rodean a los vinos, porque siempre sospeché que Brascó que sabía mucho de vinos, en realidad era un experto en hablar de vinos, es decir convertir en literatura algo que ya es bastante literario como las descripciones de colores, aromas y sabores. Le sirvieron una copa de algún Malbec que tuvo en la mano toda la noche y jamás probó. Solo lo olió y dijo: “Un Malbec”. Esa noche le dí mi libro, le explique un poco de la historia que había escrito y fantasié con la esperanza de que lo leyera o al menos lo hojeara en el viaje de vuelta. Semanas después le escribí un mail que nunca me contestó y ahí terminó la cosa.
Años después la familia Fabiano de la vinoteca Baco organizó el Salón de vinos de Alta Gama, un evento con los mejores vinos del país, hasta ahora insuperado en la ciudad y mucho mejor que muchos otros salones de Argentina. Los Fabiano hace treinta años que tienen vinoteca y conocen a todos los bodegueros y nadie se le anima a negarse a participar de un evento organizado por ellos. Allí también el invitado de lujo fue Brascó. La velada comenzó, el día anterior, con un almuerzo en Savelli (el restaurant que le dio una vuelta de tuerca a la carta nicoleña y el primero en tener una enorme cava de vinos refrigerada y que por aquellos días era de los Fabiano). Brascó estaba de muy buen humor.  Cuando entró al restaurant todos los comenzales acompañantes estábamos esperándolo, inclusive el Intendente de la ciudad. Todos de a uno lo iban recibiendo y saludando como la personalidad que era. Yo fui uno de los últimos. Irreverente, le pregunté: “¿Se acuerda de mi?”. El me miró intentando saber no tanto saber que era yo sino porque debería recordarme. Le dije: “El del Vino nicoleño”. Y en voz alta, delante de todos, y con una generosidad infinita se despachó: “Si, lo leí, es buenísimo”. Yo no debería estar contando esto ahora. Cierto pudor debería impedírmelo. Pero derribo sin vergüenza todas mis barreras éticas y lo digo porque  encontrar al lector modelo es siempre muy fuerte y, para que negarlo, me llenó de un pueblerino orgullo.
Esa noche, durante el evento de degustación estuvimos agarrados del brazo recorriendo los stands y charlando de las cosas que suceden alrededor del vino. Ahí me confesó que, más que un catador, era un escritor que escribía sobre vinos, que durante 30 años tomó vino común muchas veces con soda y que se impuso deliberadamente la misión de defender el sabor del típico vino argentino para comer ante el vino del nuevo mundo que, como todo producto globalizado, estandariza.  Me propuso el negocio de guardar vino ya que ningún bodeguero lo hace más y se prestó a una larguísma entrevista para el programa El Viajero a la que exprimí desaforadamente, me contó su clásico chiste sobre la forma de degustar un vino en una fiesta (hay que mirar la copa, girarla, olerla, probar el vino, escuchar lo que dice el de atrás tuyo y después repetir lo mismo) y después no nos vimos más.
Hace un par de años otra vinoteca, con la que no comulgo, lo trajo de nuevo. Lo rastrié para saludarlo antes de que empezara el evento. Estaba sentado en un sillón del lobby del hotel donde se alojaba. Era un rincón no muy iluminado, aunque daba a la calle. Creo que estaba leyendo algo. Me acerqué y lo saludé. Me miró con su cara seria, que siempre es actuada pero esa vez no, y me devolvió el saludo. Me quedé mirándolo unos segundos, como esperando que me recordara. El también me miró como esperando que me fuera. “¿Brascó, no se acuerda de mi, el del Vino nicoleño?”. “No”, dijo y me despidió con un “buenasnoches”. Ese fue nuestra despedida definitiva, aunque aquella vez yo todavía no lo sabía.