sábado, 22 de diciembre de 2012

Nosotros te conmoveremos

Composición de lugar
Por Analía Capdevila





Aun con recursos narrativos rudimentarios, los escritores costumbristas del Litoral supieron ver, en la región imprecisa que traza el Alto Paraná y el Paraná Medio, un verdadero paisaje, un escenario en el que, a fuerza de peripecias ambientales, se puede forjar una épica para la vida isleña.

Un traje de buena tela cortado por un mal sastre

Alguien, alguna vez, intentó resumir en esta metáfora ingeniosa los aciertos y desaciertos de todo regionalismo literario. Rendido con pleitesía ante una materia copiosa y contundente, que, según sus designios, debía redundar en las obras en la presentación del paisaje y del hombre que lo habita, el escritor regionalista parece descuidar, en algunos casos, o simplemente desconocer, en otros, cuestiones referidas a la técnica y al oficio. Como ese sastre que, por impericia, termina por malgastar una buena tela en un traje que no le queda bien a nadie.
Y es cierto, es esa la impresión que nos causa una primera lectura de los escritores regionalistas, al menos de los que hemos leído para esta ocasión, aun cuando podamos distinguir algunas diferencias de valor, alguna distancia en la resolución estética de las obras. Esa que va, por ejemplo, del exabrupto naturalista de Velmiro Ayala Gauna a la picaresca ligera de Mateo Booz, o de la incontinencia metafórica de Diego Oxley a la recatada economía que encauza la escritura de Luis Gudiño Kramer. Hay, en términos generales, cierta precariedad formal, estructural y retórica, una falta de recursos o el recurso a procedimientos primarios, elementales, como la adjetivación profusa y redundante, el despilfarro de metáforas cristalizadas o el uso recurrente de comparaciones previsibles. Todo esto en unos cuentos que, cuando no se atienen al modelo propuesto por Horacio Quiroga, del que resultan tantas veces epigonales, no terminan de organizarse argumentalmente o se resuelven un poco à la diable, con desenlaces efectistas, tan tremendos como inverosímiles; o también, en unas novelas empeñadas con porfiada voluntad en desarrollar, muchas veces en frágiles argumentos, una tesis que se expone con vehemencia desde las primeras páginas.
Con todo, es esa reverencia hacia la materia de la que se ocupan, deudora de “la abierta intencionalidad” con la que estos autores “buscan destacar el paisaje, el hombre y las costumbres características de un lugar” (Adolfo Prieto), la que nos interesa considerar aquí, sin desconocer los propósitos temáticos de sus obras, privilegiando la referencia, sí, pero sin dejar de atender lo que tiene que ver con la composición.
El privilegio de la referencia surge, como es posible suponer, del propósito premeditado y manifiesto de fundar una región, según aquel precepto inicial que sostiene que el entorno natural —al que los regionalistas llaman excluyentemente paisaje— ejerce una influencia decisiva sobre sus habitantes, a punto tal de condicionar todas las contingencias de su vida. La fundación comienza en el deslinde, esto es, en el reconocimiento de fronteras que circunscriban el territorio; en este caso, el litoral, la orilla o franja de tierra situada al costado del río Paraná.

Paisaje con canoa

Dentro mismo de lo que llamamos Litoral existe una zona, la de las islas, que ha sido materia obligada de casi todos nuestros regionalistas. Me refiero, en particular, al inmenso y laberíntico islario que traza el curso del Alto Paraná y del Paraná Medio, un territorio de fronteras imprecisas, difíciles de circunscribir —no siempre encontramos sus referencias en los mapas—, sujeto a las inclemencias de la naturaleza que lo hacen cambiar de fisonomía. En ese territorio endeble y escurridizo los regionalistas supieron ver un paisaje.
En principio, se trata de una composición, en el sentido pictórico del término, en la que los elementos, naturales y artificiales, ubicados en sus coordenadas espaciales, se presentan en una combinatoria que no parece variar demasiado de un obra a otra, ni siquiera de un autor a otro; una imagen que resume el tema que los convoca a todos, sin excepción: la lucha del isleño con el Paraná.
Un hombre frente al río, una barranca bordeada de sauces, las olas que llegan a la orilla con la resaca envuelta en una espuma espesa y amarillenta, detrás, un rancho de barro con techo de paja, protegido bajo las ramas de algún árbol, por lo general, un curupí, y un poco más adentro, la vegetación compacta (un carrizal, un ceibal o la maciega), de la que cada tanto sale una bandada de patos (siriríes o crestones), el cielo surcado por el vuelo de un chajá o de un biguá, a veces, algunos niños harapientos que juegan en la orilla con un perro o duermen la siesta a la sombra de un timbó, asediados por las moscas y enfrente, sobre la línea del horizonte, la otra orilla. Y, siempre, la canoa amarrada al tronco de algún sauce, que se balancea al ritmo de las marejadas.
Con estos pocos elementos se configura el paisaje de las islas como el escenario de un número por cierto limitado de peripecias, relacionadas todas con la presencia del río, que son las que se cuentan acerca de la vida del isleño, sin dejar de apuntar todo lo relativo a sus oficios, a sus costumbres y a sus creencias —no hay que olvidar, como lo señaló Mastronardi, que el regionalismo se respalda en una “superstición documental”—. Pero, así presentado, para los regionalistas ese escenario no es aún un paisaje. Para que exista el paisaje debe haber un sentimiento del paisaje, que es la vez lo que el paisaje siente y lo que se siente por el paisaje (Georg Simmel).
Volvemos entonces a la imagen del hombre frente al río. ¿Qué haría de ella un auténtico paisaje? El vínculo —sentimental, afectivo, espiritual— que se establece entre ambos, propuesto como único e irreductible. Sobre ese vínculo trabajan los regionalistas, intentando una y otra vez, en cada relato, en cada descripción, en cada imagen, acotarlo, definirlo, darle un nombre y, sobre todo, un sentido.
Los recursos que utilizan son básicos y hasta rudimentarios, pero la operatoria no es simple y consta de algunos momentos que me gustaría describir a propósitos de Cenizas, del rosarino Diego Oxley, publicado en 1955.
El libro reúne una serie de relatos breves, de estructura clásica, donde la historia que se cuenta siempre parece la misma, una historia que ilustra, como dijimos, el tema de la lucha del isleño con el río Paraná. Un episodio acotado, en el que se decide un destino, según una épica primaria, cuyo dramatismo se concentra en la figura del viaje, río arriba o a la otra orilla, sobre todo en canoa, pero también a nado o a caballo, y sus peligros latentes: la correntada, el embalsado o el remanso.
A partir de una simbología elemental, que concentra en él la carga emocional de todo el paisaje, el Paraná, entonces, es tanto el artífice involuntario de un destino como su testigo indolente. Y es que, desde el principio, el vínculo entre el hombre y el paisaje es desigual. No sólo porque el paisaje ha estado eternamente allí, mucho antes de la llegada del hombre, sino porque parece insensible a su presencia. De allí “la impasibilidad” del cielo, “la abulia” de los árboles, la “quietud apática y pesada” de los carrizales, la “modorra” del río. El escritor regionalista trabaja en base a adjetivos que, a fuerza de repetirse, terminan por convertirse en sustantivos abstractos, porque de lo que se trata es de encontrar la esencia del entorno.
Para el que lo mira —en los relatos las descripciones siempre son una vista, el fragmento de un todo que se presenta a la mirada—, el paisaje de las islas es uniforme, monótono, siempre el mismo, pero sus contornos son imprecisos. El cielo se confunde con el agua del río, la vegetación abigarrada de la isla se pierde en las sombras y la costa opuesta dibuja una sinuosa línea oscura. Todo concluye en la distancia, difuso; o mejor: difuminado. Pero cuando lo que se mira es el río, en un verdadero arrebato romántico, lo que se cuela es el infinito. La vista tiene entonces su punto de fuga. De un costado al otro, el Paraná, en “su impetuoso camino de luz y de sombra”, se pierde “en el más allá, hasta confundirse en la lejanía”.
Esa “extensión sin referencias”, esa “vastedad sin límites” del río contrasta con el territorio recargado de las islas, casi barroco, “extensión palpitante”, “áspera de montes”, “erizada de cañadones”, donde los elementos luchan entre sí para imponer su dominio. Entonces el paisaje se transforma en un campo de fuerzas: las olas “desgarran o agrietan la barranca”, “los recios ceibales desafían al cielo”, “los árboles se retuercen, angustiados en múltiples crujidos” en su batalla abierta contra el viento. Frente al Paraná impetuoso, eterno e indiferente, las islas “se alzan en rebeldía”.
Oxley comparte con casi todos los regionalistas la obsesión por el registro de los momentos del día (el amanecer, la siesta, el ocaso o la noche) o de las estaciones del año (sobre todo el verano, la primavera y el invierno) y de los cambios que producen en el paisaje, momentos en los que parece que se anima, que cobra vida, porque en él transcurre un lapso del tiempo. A veces se trata sólo de un estremecimiento pasajero, que descansa en la connotación de ciertos verbos y en el recurso a una paleta de colores de prosapia romántica:

“Cae el sol detrás de la fronda de la costa opuesta y se ha encendido el cielo en una exaltación de rojos que se reflejan en las aguas quietas, para irisar el aire transparente de pureza.

“Del otro lado del río desciende el sol en una exaltación de rojos y de ocres que se funden en armónico deliquio, mientras la franja gris del agua se estremece en dorados reflejos.”

Otras veces, se presenta como un verdadero arrebato de la naturaleza que le debe casi todo a la hipérbole:

“La isla está fundida en verde. Circundada por el gris esfumado del río y del cielo. El sauzal brillante, ampuloso, festonea la barranca parda y cubre y acaricia la resaca que se arrincona temblorosa, avergonzada de su miseria maloliente y sucia. Una garza prodiga al sol su blancura deslumbrante, rasgando en curvas serenas el espacio turbio de luz. Y salpicando heridas sangrantes, los ceibos en flor dilatan la exuberancia del paisaje que grita al cielo su pujanza incontenible.”

“El sol, con su abrazo ardoroso y hondo, hincha la fecundidad dormida de la tierra. La fuerza secular de la primavera conmueve las fibras de todas las vidas escondidas en su seno, agazapadas en la expectativa. Todo es empuje, todo es ardor, y hasta el mismo aire que se arrastra pesado sobre el río enfundado en calma, tiembla en caricia y hace aflorar la sangre castigada por su mano invisible.”

Pero no es esta flexión del tiempo en el paisaje, entendida en este caso como ciclo, como variación ordenada y periódica de lo mismo (el amanecer, la llegada de la primavera), la única que provoca sus mutaciones. También están los fenómenos del clima, que pertenecen al orden de lo imprevisto, algo que ocurre cuando no se lo esperaba. En varios de sus cuentos Oxley anota los cambios que se producen en la isla en cada uno de los momentos de la tormenta, desde que se anuncia hasta que se desata, estableciendo casi siempre un paralelismo con lo que se está contando: por lo general, un viaje en canoa por el río hasta la otra costa o río arriba en el que el isleño debe ganarle al tiempo. La tormenta perturba, progresivamente, la calma del paisaje, en el tiempo propio de la expectativa. Y es que en esa épica morigerada por el determinismo del ambiente, el drama del hombre se encuentra íntimamente ligado al de la naturaleza.

“Cuando llegan a la costa, una brisa encrespada e indecisa se revuelve como si se desperezara o quisiera acariciar la superficie pulida del río.”

“Un trueno prolongado cae desde lo alto y luego se aleja golpeando sobre el cauce apacible del río, hasta apagarse en los cuatro rumbos. Otra brisa se arremolina arrastrándose con desgano, como si temiera romper la calma que envuelve el paisaje.”

“El viento se va insinuando con bruscas intermitencias que inquietan el sosiego brillante de la corriente y oscurecen las aguas recelosas. Las descargas eléctricas arrecian como si quisieran sacudir definitivamente el letargo.”

A fuerza de redundancia en el uso de las comparaciones —el “como si” con el que concluyen las referencias— la tormenta se metaforiza como despertar acompasado del paisaje, que un momento antes estaba adormecido. El “como si”, en todos los casos, es una conjetura que se propone para darle un sentido, o más bien, una intención o un propósito a “lo que pasa” en la naturaleza.

La creciente: una interpretación

Otra es la metafórica que refiere la creciente del río, un tema sobre el que han escrito todos nuestros regionalistas. No ya, como en el caso de la tormenta, proponiendo cierto animismo antropomórfico del paisaje, sino, más precisamente, el devenir animal del río. En los momentos de la creciente el Paraná se convierte en una bestia furiosa. Sobre esa imagen trabaja Diego Oxley en el segundo capítulo de su novela El remanso, publicada en 1956.

“El río Paraná se extiende y se alarga con majestad de coloso, arreando sobre su lomo encrespado y temblante las manchas verdes de sus embalsados que arrancara de sus costas en su impulso irrefrenable.”

“La creciente viene arreando camalotes y su cabeceo encrespado y verde, llega, pasa y se pierde allá donde el río brumoso y rugiente se funde en el horizonte.”

“Paraná imponente. Hinchado de furia, desbordando audacia, envanecido de fuerza.”

“Su arrogancia castiga las barrancas, su empuje descuaja árboles y arranca camalotes de su placidez dormida, para arrastrarlos camino de su viaje, como muestras de su bravura indomable. Y mientras su dominio se extiende a las islas, rebasando su lecho de siglos, crecen sus bríos, se agudiza el rumor de su paso y su inconsciencia malvada, arremete y arrasa, proclamando la impiedad de su sino.”

“Las aguas se enturbian más, mientras suben en su afán de extenderse. Cubren las playas y saltan las barrancas para volcarse impetuosamente bajo la sombra hermética de los sauzales apretados y lánguidos. Los bajos se llenan y los albardones se pueblan de alimañas y de víboras, en vano intento de escapar al avance.”

“Las aguas turbulentas y oscuras que marcan el cauce de los arroyos, arrastran camalotes, árboles descuajados y algún animal muerto. Se revuelven impetuosas y trémulas, poseídas de una vehemencia irrefrenable que arremete y destruye, que domina y se extiende desperdigando fuerzas.”

“Ahí, en el borde de la barranca de El Biguá, las aguas rugen y se revuelven en borbollones oscuros, como si quisieran gritar su omnipotencia y su dominio.”

La diferencia es clara: cuando la tormenta, son las fuerzas de la naturaleza las que descargan toda su ira sobre los elementos del paisaje. Cuando la creciente, la furia se desata desde dentro mismo del río, del centro hacia el desborde de las orillas. En las descripciones, que se suceden a lo largo de casi cincuenta páginas, las imágenes se repiten y refuerzan la comparación que sostiene la metáfora: “el lomo oscuro y palpitante” del cauce del río, el rumor del río que se convierte en “rugido”, “la furia desmelenada de sus marejadas”, los borbollones “que nacen de su vientre”, los camalotes que “galopan estremecidos sobre las embravecidas olas”, la resaca que se balancea sobre “sus nerviosos corcovos”.
La creciente, según lo sugiere Diego Oxley, es el río en estado de cólera, en un fuera de sí que expresa con énfasis su naturaleza oculta, animal —“Paraná enfático”, lo llama el autor—. Y el énfasis es tanto la figura retórica con la que se referencia la crecida, como el tono afectado de la expresión. Por lo que el recorrido de la metáfora no se detiene allí. Según el régimen del sobrentendido en el que se funda el recurso, la creciente, parece decirnos Diego Oxley, no sólo revela el secreto del río; también, como en una epifanía, la esencia misma del paisaje de las islas: su “salvajismo arisco”.

La autora nació en Rosario en 1961. Es profesora de Teoría Literaria y Literatura Argentina en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó en colaboración Denuncialistas. Literatura y polémica en los años 50 (2004).

domingo, 16 de diciembre de 2012

El sentido de la experiencia.



El almacén de Giovanelli, donde iba a tomar el Hormiga Negra.

Finalmente Pablo Makovsky pudo presentar su libro de relatos y vivencias sobre San Nicolás en esta ciudad. No voy a decir nada sobre la presentación, porque debería hablar sobre la idiosincrasia de los nicoleños y no quiero hablar de eso.
El libro se llama San Nicolás de la Frontera y fue editado por la Editorial Municipal de Rosario, que todos los años llama a concurso para alguno de los géneros literarios y edita algunos libros. Libros donde se nota el trabajo profesional de diseñadores, fotógrafos y editores. Es decir donde se valora el trabajo del autor.
Ese día también se presentó el libro Oratorio Morante, de Osvaldo Aguirre. En San Nicolás hay muchos intelectuales que no conocen a Pablo y a Osvaldo. Para ayudarlos a ampliar su horizonte de conocimiento los propongo que vayan acá y acá.
El libro de Pablo tiene el marco de la San Nicolás tres veces refundada. Primero por los primitivos habitantes agrupados por Rafael de Aguiar, después por los inmigrantes europeos que llegaron escapando de la miseria y convirtieron a la campiña nicoleña en un vergel y por último por los inmigrantes del interior y de países limítrofes que llegaron buscando el trabajo que les permitiera formar una familia, hacer estudiar a sus hijos y volver una vez al año a visitar a sus parientes. Pablo llegó de Uruguay con sus padres a los 11 años en esta última ola. Aquí vivió la experiencia del San Nicolás de los 70, el pleno empleo y su máximo emblema: el barrio Somisa, la escuela industrial (símbolo del ascenso social metalúrgico), la creación del ERP y el asomo a la adolescencia.
Después se fue a vivir a Rosario pero siguió viniendo a San Nicolás y acá dejó algunas huellas: el programa de televisión El sueño de la Perdiz en el naciente Canal 2, el personaje del Padre Rilke en la naciente FM 88, sus clases de cine en el Colegio Don Bosco -en la época en que ser maestro del colegio significaba algo- y sus clases en la escuela de periodismo. Venía todos los días desde Rosario en el Tirsa, cruzando la frontera geográfica que separa a esta ciudad con la provincia de Santa Fe y cruzando también las otras dos fronteras que dividen a San Nicolás, la histórica frontera de Buenos Aires con la Confederación y la frontera mitológica del San Nicolás fantástico donde habita el temible Yaguarón en el límite donde el campo se desbarranca hacia la isla. Y al captar el carácter fronterizo de nuestra idiosincrasia nicoleña -aunque aquí sería mejor decir arroyeña- encontró el sentido de su experiencia adolescente. Entendió que se puede aprender tanto de los relatos como de los conceptos y nos legó un prisma a través del cual ver nuestra propia experiencia. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La máquina del tiempo




Un discípulo le pregunto a su maestro: cual es la puerta de entrada al zen. El maestro le respondió: escuchás el murmullo que hace el arroyo al pasar. Esa es la puerta.

Otra vez la vinoteca Dionisio abrió la puerta de Chisa Shusi y dejó entrar a 15 iniciados y al sommelier Cristian Arias, de bodega Catena Zapata, para jugar a combinar  vinos con comida oriental. Los vinos fueron los de Catena Zapata.  A Cristian se le notó toda la noche que disfruta de su trabajo porque no paró de esmerarse en agradar a la audiencia y le salió bien. La actuación es tan necesaria para todo y que suerte tiene el que le sale de manera tan espontánea. A él le tocó explicar los vinos. Este postulado se basa en la premisa: si conoces más disfrutas más. Y tiene lógica. Si sabés distinguir el aroma del regaliz (algo sencillo para quienes nos criamos comiendo caramelos  media hora) y después lo encontrás en un malbec tenés garantizado el acceso al paraíso aromático de la edad dorada. No solo estás tomando un vino, estás reviviendo una experiencia y si encima tenés la suerte de encontrarle sentido a esa experiencia, ese vino será para vos un milagro. De ahí que un buen ejercicio sea  describir a los vinos vinculando sus aromas y sabores a tus recuerdos, lo que los actores llaman la memoria emotiva. Querés llorar con naturalidad: acordate de lo que te hizo llorar. Así de simple es la economía de los placeres pequeñoburgueses. Entonces la ruda que tenía la tía que tu mamá te llevaba a visitar, cuando las señoras se trasladaban al cantero a intercambiar gajos, debe recordarte al sauvignon blanc o viceversa. Como decía un amigo el vino fue en el pasado metáfora de la sangre, ahora la sangre es metáfora del vino. El olor al sudor del caballo que motabas en la chacra que un compañero de escuela tenia en Ramallo ahora está presente en un cabernet que pasó por barrica. De ahí a postular que el vino es también una máquina del tiempo hay un solo paso.
En el arte de olfatear y saborear un vino hay tres jerarquías: los que espían, los que miran y los que ven. Los que espían el vino llegan a comprender porque las carnes rojas van bien con vino rojo, y las carnes blancas con vinos blancos. Algo que ya está un poco pasado de moda, es decir ingresó a la tradición, como la suprema a la maryland, que en San Nicolás no se consigue. Pero que sigue funcionando en líneas generales hasta que un posmo te asegura que hay que combinar como a uno  le gusta y listo.  Pero esta combinación tiene su lógica.  Los que miran pueden distinguir el regaliz del malbec o el pomelo del torrontes nicoleño. Los que ven ya hablan de malbec de San Juan o de Salta, que son distintos. Eso es lo que se viene: el vino de territorio.
Esa noche  las combinaciones fueron muy sutiles. A una brasileña casada con un cardiólogo nicoleño el Alamos moscatel de alejandría que se presentó en primicia (ya que era tan nuevo que ni el sommelir había tenido tiempo de analizarlo) le recordó las toronjas de su abuelo. A otra chica le gustó más el vino barato que el caro. A otro la combinación de pinot con crumble de manzanas le resultó sensacional. En fin.