miércoles, 30 de abril de 2014

Porque nos gustan tanto los punteos.



Mueren los 70. Beto le enseña a tocar la guitarra eléctrica a mi amigo Daniel Grilli en su casa del barrio cabotaje, muy cerca de donde flotan los camalotes que le inspirarían el tema que años después le cantaría, al Beto, la Negra Sosa. Yo admiraba a  Daniel ( le decímos Richie, por Richie Blakmore) porque había podido sacar una escala ascendente que empezaba en el si de la primera cuerda y subía así: si, la, fa sostenido, la, fa sostenido, mi, fa sostenido, mi, do, re, mi, re, do, etc. A mi no me salía, y menos con la púa. Claro, yo me deformé con maestros de rasguidos y acordes naturales en centros tradicionalistas, donde me enviaron mis padres, que, por haber llegado desde el interior, militaban en la moral folfkórica, como si la tradición no fuera también una construcción. Así que al rock me lo choqué de casualidad en el Winco de la casa del Tosco Juan Carlos Martini.  Ahí caché que había otro cantar y que con esa voz también se podía hablar de carencias y esperanzas. El Beto fue uno de esos músicos de rock. Y a pesar de la cercanía y de que no está en los discos nosotros lo esperábamos, es decir lo consultábamos.
Eran los 70. Beto había formado un grupo con unos rosarinos, uno de ellos, trova mediante, después fue Baglietto, y venían a tocar al teatro del Colegio Don Bosco, lo que es lo mismo que decir que venían a tocar al garage de  nuestra casa. El grupo se llamaba Irreal, nombre que presagió su disolución por consejo de un milico de finales de la dictadura.
Morían los 70. Nosotros escuchábamos rock, detestábamos la música disco a tal punto que en la canción "El Negro", que le compusimos para amargarlo amorosamente a nuestro amigo El Negro Suárez, le decíamos: “va al roller disco”, es decir la quintaesencia de la frivolidad. Pero la música disco nos presionaba en la pista de baile y era el pasaporte necesario para conseguir chicas (con el rock no conseguíamos nada); a las chicas que pretendíamos no les gustaba el rock. Padecíamos ese doblez, nuestros gustos musicales estaban en el rock pero nuestras hormonas nos llevaban a la Disco Music. A tal punto era así que Chachi Soria, un ferviente animador de Higland Road, la disco mítica nicoleña, le preguntaba a las chicas que conocía "¿te gusta el rock"? y les despachaba una risotada onda Guasón en la bella carita.
El Beto siempre viajó detrás de la música. Hizo una militancia de eso. Nos encontró a mi y a Daniel en Bueros Aires, a donde habíamos llegado siguiendo sus enseñanzas de que "hay que irse". Nos preguntó que hacíamos ahí. Le dijimos, como quien espera la aprobación del maestro: “nos dijiste que teníamos que irnos de San Nicolás, y acá estamos, a la espera de más consejos”. El nos dijo: “vuelvansé, hay que buscar la casa de uno”. Nos quedamos sin entender. Debería pasar el tiempo y comprobar su periplo eterno para entender que no nos proponía un viaje sino El Viaje. Él se fue a Italia y de ahí a todos lados. Y fuera de su casa compuso los retratos más lindos de la San Nicolás costera. Complemento esencial, quizá, de las chamarritas de Fabián Sosa o de Néstor Sívori, con la armónica de Eugenio Canals reemplazando el acordeón, la genuina Word Music  nicoleña. Beto, el que desde allá lejos le encontró la música al camalote.

miércoles, 23 de abril de 2014

El barrio es otro

El único que hace soportable esos abusivos firuletes hiperligados en la armónica es Hugo Díaz. Inclusive su resoplido percusivo. Ciertamente es un intérprete para escuchar con auriculares. Casi una biomúsica. Semeja más a un ventrílocuo que a un músico. Como él decía, no  sopla la armónica, la mastica. Quizá porque en su juventud fue bajista de jazz adquirió esa cercanía con la percusión. 
Otros armoniquistas  se animan sin pudor a reproducir en público el trémolo, el truco del alumno inicial. Sabemos que hay que tender a la sobriedad. Pero la armónica se presta para su contrario. El ligado está tan a mano, es tan mecánico, que es casi imposible resistirse. Hay quien sabe de las consecuencias desvastadoras de su abuso en el ambiente musical y solo lo practica en soledad, como si fuera un mantra, con la mirada perdida en el sueño, más apolíneo que zen. Bueno, ya está, hay un documental sobre Díaz. Se llama A los cuatro vientos. Está en youtube.
Imaginé hace tiempo, mirando a Raigama, que la música que le da presencia y representación a esta ciudad (que aunque se resista a aceptarlo, porque se siente más a gusto con el adoquín y los círculos cerrados, es litoraleña a palazos), era una especie de chamarrita somnolienta, remansa, acompañada no con acordeón sino con armónica. Muchos músicos nicoleños aceptarían a desgano este reemplazo justificandolo en  la influencia del blues. Yo creo que la armónica reproduce con mayor fidelidad la respiracion del río que el fuelle. Porque el fuelle es viento que proviene de las manos y el arte que proviene del río es de la voz, del aliento, que, como sabemos, es el impulso de la armónica. Las manos son en el río para trabajar. Saer lo sugiere en el Limonero Real (claro que ese es otro rio): los personajes hablan para sentir y cuando reman lo hacen para trasladarse a la zona de charla. La única que no quiere ir a la fiesta es la madre que, sabiendo que lo perdió todo, no podrá hablar.
Eugenio Canals incorporó  la armónica a la Chamarrita en Raigama. No conozco otros que hayan cultivado esa heterodoxia. Lo descubrí así. Sonaba Raigama en el Auditorium municipal. Era una noche lluviosa. La ciudad era ochentosa. Con Daniel Grilli habíamos  salido de ver The Wall en el subsuelo de un bolichito de calle Rivadavia, esa calle que tiene de un lado el puerto y del otro el cementerio. Al salir, cruzamos el centro dormido del sábado por la noche, donde las fachadas no se resignaban a cederle paso a la modernidad, y nos metimos a ese otro subsuelo, el del Auditorium, hermano menor del Teatro, cuando el grupo estaba por empezar. Sívori cantaba una música que no nos gustaba. Una música litoraleña muy lejana a nosotros aunque vivíamos a diez cuadras del olor a sábalo. Una música que nos era ajena porque era la de nuestros padres. Habíamos ido a ese recital porque había que ir a todos lados y porque Eugenio era nuestro amigo y porque en esa época nuestros ídolos estaban a la vuelta de la esquina. No sabíamos porque estábamos ahí. Lo supimos cuando, en el estribillo de una chamarrita que podría ser todas, Eugenio arrancó despacito, de abajo, y metió la armónica como una canoa que atraviesa sigilosa  el remanso para no despertar al Yaguarón y sale de ahí con su potencia y se lleva por delante el tema y funda, en mi, en nosotros, la representación de esta inentendible ciudad.
Todo en su contexto. Es verdad, esa música no nos gustaba. Porque nuestro barrio era el rock y porque nos habían inculcado el folklore como lectura obligatoria. Habíamos pasado por las profesoras particulares de guitarra con sus clases en serie, por los solfeos y más cosas feas, y el Centro Tradicionalista, y el olor a vino barato y cebolla en el aliento de nuestros padres, hasta que apareció el winco y Los bitles y todo eso. Sabíamos que había un río. Sabíamos que era territorio de pescadores, de guitarreros y nosotros no eramos ni pescadores y éramos guitarristas.  La tonada si nos gustaba. La entonación provinciana de los miles que llegaron con la industrialización nos gustaba con una tímidez que nos obligaba a mofarnos para poder digerir nuestro pasado mestizo, porque casi todos eramos hijos de provincianos. Y aunque la cultura nos hubiera llegado de afuera no había un rio, ni un humor, ni empanadas.


Quizá por eso, cuando escuchamos la chamarrita acompañada por la armónica sentíamos con alegría que esa simbiosis podía aliviarnos el trauma de no pertenecer. Ahora, de grandes, a veces charlamos de eso, pero no hay caso, el barrio siempre es otro.